VÍCTIMAS INOCENTES
David Jasso
1
Creía que los
gritos eran lo peor, pero estaba equivocado. Lo peor de todo es el
silencio. La ausencia. El silencio es haber partido antes de tiempo,
estar lejos. El silencio es soledad e incertidumbre. El miedo es el
silencio.
Presto atención,
me doy cuenta de que estoy aguantando la respiración, conteniendo el
alma. Miro hacia las escaleras que conducen a la planta alta. Ni un
sonido. Quizás todo haya acabado ya. Siento una punzada de
remordimiento cuando me alegro de estar herido, tumbado en el sofá
sin poder moverme, de no ser yo quien esté allá arriba. Me obligo a
respirar. Intento convencerme de que es una buena señal que el
silencio continúe, al menos ese llanto atroz ha dejado de sonar,
pero no dejo de estremecerme. El silencio no dice nada y yo necesito
saber qué está pasando.
Poco después oigo
el lejano sonido de las anillas de la cortina deslizándose sobre la
barra y los pasos que se acercan. Precipitados, rápidos. No, no
tiene por qué ser malo, me digo, es normal. Y aparece ella,
desciende los escalones de dos en dos, temo que se caiga y ruede como
yo hace tres días, pero se las arregla para llegar abajo sin mayor
problema. Sus ojos están rojos, el llanto no ha dejado de convivir
con ella en las últimas horas, ha sido un visitante no deseado que
ha tomado posesión de nuestros corazones. Sus manos tiemblan, ella
entera se agita casi convulsivamente, como una víctima más. Vuelvo
a temer que acabe en el suelo, se acerca hasta mí con cuatro
zancadas temblosas. Me encojo al pensar que pueda caerme encima, pero
se arrodilla justo a tiempo y me abraza ciegamente.
Un nuevo
escalofrío de dolor me recorre cuando mi cadera se ve presionada,
pero el gemido muere en mi garganta cuando Luz, con algo demasiado
parecido a un grito, comienza a llorar de golpe. Con una intensidad
que nunca antes había visto.
Hemos pasado
muchos años juntos, hemos compartido momentos alegres y también
grandes decepciones, la he abrazado mientras lloraba quedamente sobre
mi hombro; he acariciado sus cabellos mientras le prometía que todo
pasaría, que las cosas se arreglarían; he visto cómo su rostro se
iluminaba al recibir una simple sorpresa de cumpleaños; la he
sentido temblar al hacer al amor, vibrar al escuchar una de sus
canciones favoritas; sé por la forma en que frunce los labios cuánto
le va a durar el enfado o cuándo va a gritarme... Creía que conocía
todas sus expresiones, todos sus gestos de dolor o de placer, cada
recodo de su cara, cada pliegue de su sonrisa, cada arruga de sus
carcajadas. Pero estaba equivocado, en este momento descubro una
mujer desconocida, a una mujer destrozada por el dolor, desgarrada
por la pena, la viva imagen de la desolación. Me abraza mientras mi
cadera quebrada me hace cerrar los ojos. Mejor cerrarlos, así no veo
a esa extraña tan plena de sufrimiento que solo produce miedo.
—Perdóname, oh,
perdóname —dice entre sollozos que son ráfagas de viento
ardiente. Su voz suena a moco, pero lo más terrible es la completa
desesperación que subyace debajo de los sonidos. Cada sílaba es un
lamento. Se derrumban todos los muros y descubro a una mujer
diferente a la que amo. A alguien perdido, a una niña pequeña
maltratada y abandonada. El llanto de Dani era terrible, aterrador,
pero el de Luz, tan extremo y doloroso, es mucho más duro, hace que
mi alma se encoja y empiece a llorar también. Olvido el dolor que me
asaeta, me esfuerzo por mover mi brazo y acogerla junto a mí. No es
fácil.
—Perdóname.
Perdóname —gime.
No puedo hablar,
la cadera me está matando y los sentimientos se amontonan en mi
garganta, ni siquiera puedo consolarla, no sé qué podría decirle
para calmar ese llanto desesperado; en realidad no hay nada en este
mundo que pueda hacerlo.
No sé qué ha
pasado. No sé por qué me pide perdón.
Entonces dice la
frase más aterradora que nadie puede escuchar nunca. La que ninguna
madre debería pronunciar jamás, el culmen del horror:
—Perdóname,
ooh...—sus sollozos estrangulan las palabras, me cuesta entender lo
que dice—. No he... podido... matar a... nuestro hijo... No he
podido... no he podido matarle. —Y los lamentos son auténticos
gritos sofocados—. Oohh, ooh, no... he... pod...
Per-dón..... ame
Y entiendo todo.
Intuyo lo que ha pasado en la habitación de arriba. Lo sé casi tan
bien como si hubiera estado allí
En este instante,
como si hubiera estado esperando la aterradora confesión de su
madre, Dani, nuestro bebé de dos meses, emite un áspero grito y
comienza a llorar a voz en grito. Ha vuelto.
Y aquí quedamos
los tres, envueltos en dolor y lágrimas. Separados de Dani por
catorce peldaños. Unidos por el llanto y la miseria. Distanciados
por toda una eternidad de soledad. Aunados en el miedo y la muerte.
Los cabellos de
Luz resbalan entre mis dedos entumecidos. Ni siquiera me atrevo a
decirle que me está destrozando con su abrazo, que no apriete tanto,
por favor, que no apriete tanto. Me merezco el dolor, quiero sentir
en mi cuerpo lo que ella, por mi culpa, siente en su alma. Dejo que
el dolor me posea, me lo merezco. Y por unos instantes el dolor
purifica, cauteriza, demuestra que estoy vivo, pero la sensación no
dura demasiado, en seguida me recuerda que la muerte avanza, que
acecha tras cada célula infectada, tras cada hueso quebrado.
Las palabras de
Luz se convierten en una letanía sin sentido, en la más pura
expresión del sufrimiento.
Dani aúlla allí
arriba.
Hace poco que ha
amanecido. Tenemos por delante todo un día, quizás la última
jornada de nuestra existencia.
Dios mío, me
pregunto, ¿y ahora qué? ¿Ahora qué?
2
Recuerdo cómo
comenzó todo. No debí cometer los errores en los que incurrí.
Tenía que haber seguido las recomendaciones de la resistencia.
Haberles hecho caso, claro que sí. Ya lo dicen bien claro, nada de
hablar con desconocidos, nada de correr riesgos inútiles. Tenía que
haber dejado a Eloy fuera de casa. Que se pudriera. Pero fui tonto. Y
Luz también. Luz es muy buena, en realidad si ella no hubiera
insistido yo no hubiera abierto la puerta, bueno, no sé,
probablemente no, no sé. Pero Luz es muy buena. No quiso dejarle ahí
tirado. Luz no se merece esto. No, no se lo merece. Tengo que
solucionarlo. Por ella. Y también por mí. Y por Dani, claro. Por
Dani. Claro.
El hombre pasó
gritando por delante de la puerta de nuestra casa. Bueno, no, en
realidad todo comenzó unos cuantos meses antes, cuando se desató
esta maldita guerra. Cuando esos seres oscuros y siniestros se
enfrentaron abiertamente a nosotros, cuando la sangre comenzó a
correr sin límite cada noche y sus huestes crecieron hasta casi
dominar el mundo. Cada baja nuestra era un nuevo soldado en sus
filas, una auténtica maldición. Pero esto ya es demasiado conocido,
todos hemos tenido que escondernos de las sombras y enfrentarnos a
temores inimaginables. Así que no voy a contar lo que todo el mundo
sabe.
Faltaba muy poco
para que el sol se ocultara. Luz y yo estábamos comprobando los
refuerzos de las ventanas, asegurándonos de que cumplíamos todas
las medidas de seguridad que desde la resistencia difundían con
tanta insistencia. El generador tenía combustible, los focos
funcionaban, los crucifijos estaban pintados en cada puerta, eso sí,
ya no teníamos ajos, era imposible conseguir uno, los oscuros habían
acabado con todas las plantaciones al igual que habían destruido las
centrales eléctricas y boicoteado las vías de comunicación.
Entonces oímos las voces en la calle. Alguien gritaba pidiendo
ayuda. El sol todavía brillaba en el cielo. No era un enemigo.
Cometimos un error
irreparable. Le acogimos. Primero le observamos por la mirilla. Era
un hombre delgado y desaliñado con aspecto desnutrido y desvalido,
no le habíamos visto nunca. Sabíamos que dejarle entrar entrañaba
cierto riesgo, se trataba de un auténtico desconocido, pero el
hombre iba caminando de un lado a otro de la calzada pidiendo refugio
a gritos, necesitaba a alguien que le acogiera. La noche se acercaba
y precisaba de un lugar para resguardarse. Voceaba diciendo que venía
de lejos, que tenía noticias, que estaba viajando recorriendo toda
la comarca y que necesitaba que alguien le permitiera entrar en algún
lugar seguro antes de que la noche se le echara encima y, con ella,
las hordas de oscuros que acabarían con su vida. La historia tenía
cierto sentido y estoy seguro de que Luz le dejó entrar porque
necesitaba una esperanza, precisaba de buenas noticias que nos
permitieran creer que el mundo al que habíamos traído a nuestro
hijo tenía un futuro; que, tarde o temprano, todo volvería a ser
como antaño. En el fondo de nuestros corazones sabemos que hemos
perdido esta guerra, que la oscuridad siempre es más poderosa que la
luz y que indefectiblemente todos seremos víctimas inocentes de esta
barbarie. Precisamente esta certeza de ser derrotados es lo que más
nos hace necesitar la esperanza. El temor a que el mal triunfe es lo
que hizo que Luz quisiera hacer el bien, es lo que nos movió a abrir
la puerta y a llamar a ese desconocido, justo antes de que el sol
perdiera su batalla contra la noche. Antes de entrar puse un
crucifijo sobre su frente, sabíamos que no se trataba de un remedio
infalible, pero el hecho de que el hombre anduviera por la calle a la
luz del día y resistiera la imposición nos pareció suficiente
garantía. Nos mostró su cuello sin que se lo pidiéramos, estaba
libre de mordeduras. Nos agradeció que le acogiéramos y nos sonrió
con calidez hasta que dejé de encañonarle con mi escopeta de caza.
—Me
llamo Eloy y vengo de muy lejos. Gracias por vuestra ayuda, si
hubiera tenido que improvisar un refugio allí fuera ¿quién sabe
cómo hubiera acabado?
Su mirada era
franca y Luz y yo nos reconfortamos cuando vimos el brillo de sus
ojos. Todavía había esperanza. Ese hombre, según nos explicó él
mismo, recorría el mundo en lugar de esconderse siempre en la misma
vieja ratonera, como nosotros. Buscaba un lugar en el que rehacer
nuestra vida, la de todos los humanos. Y tarde o temprano lo
encontraría, estaba seguro.
Luz compartió
algunos víveres con él, aunque Eloy llevaba una bolsa con conservas
y, en realidad, nos dio más comida de la que aceptó. Fue agradable
hablar con alguien diferente, siempre veíamos las mismas caras
asustadas, los rostros desencajados de los pocos supervivientes de la
zona. Fue como reencontrarse con un antiguo compañero de clase, como
reconocer esa canción lenta que bailaste con tu primera novia, como
abrir el grifo y ver surgir el agua caliente. Como en los viejos
tiempos, cuando bastaba con salir a la calle para hablar con
cualquier desconocido sobre temas intrascendentes. Luz no dejaba de
interrogarle sobre cómo estaba la situación en otras zonas, quería
saber más cosas sobre el resto del mundo. El hombre agitó la cabeza
con abatimiento y dijo:
—Todo está
igual. Apenas hay diferencias. Están por todas partes y cada vez son
más.
Dani se encontraba
despierto y el hombre le cogió en brazos, le dedicó un montón de
cariñosas carantoñas, resultaba enternecedor. Luz y yo nos miramos
y sonreímos con tristeza intentando transmitirnos un poco del ánimo
que no sentíamos. Lamenté, más por ella que por el resto del
mundo, que las palabras del forastero no fueran más esperanzadoras.
—Es por
personitas como él —dijo mientras la diminuta mano de Dani
sujetaba firmemente el dedo del hombre. Sonrió tirando un poco de la
manita—, por las que tenemos que luchar. Los niños son el futuro,
son puros e inocentes, los niños representan todo lo que ellos
odian.
Tras las ventanas
reforzadas la noche caía muy despacio, como un pañuelo de seda
negro mecido por el viento, y los oscuros comenzaron a salir de sus
escondites arrastrando su miseria. Llevábamos varias semanas
intentando encontrar su nido sin éxito, no teníamos ni idea de
dónde se ocultaban. Era muy difícil acostumbrarse a los alaridos y
a las amenazas, pero ya habíamos aprendido a convivir con el miedo
en cuanto llegaba la noche.
Eloy entregó a
Dani a su madre, el hombre tuvo que sacudir el dedo para librarse de
su amorosa sujeción. Se acercó despacio a una de las ventanas, me
pareció que estaba muy cansado, quizás al borde de la extenuación.
Tenía que ser muy duro buscar cada noche un refugio, seguir siempre
adelante sin mirar atrás, vivir sin un hogar.
—Ya están aquí
fuera —dijo con pesar, constatando un hecho que todos podíamos
apreciar. Miró por una rendija—. Cada vez son más, ¿lo veis?
En ese momento
algo golpeó la ventana desde el exterior, en ocasiones arrojaban
objetos. Eloy se retiró sobresaltado.
—Son unos
malditos —afirmó. Pero su voz no demostraba ira o miedo, solo una
inmensa tristeza—. Y vosotros habéis sido muy buenos conmigo.
Visteis que necesitaba ayuda y me la brindasteis. —Suspiró muy
despacio—. Lo siento, siento.
No entendí lo que
decía. “Lo siento”. ¿Qué sentía? Su rostro se ensombreció,
me recordó la expresión del doctor que hacía años, en otra vida,
le había comunicado a mi hermano que tenía cáncer.
—Habéis sido
muy buenos. Lo siento de verás.
Paseó por la
habitación nervioso. Luz y yo nos miramos preocupados, comprendimos
que algo iba mal. No necesitábamos hablar. Alarmada, se puso en pie
con el niño en brazos.
—Tenéis que
entenderme. Me duele hacer esto, pero no tengo otro remedio. Lo
comprendéis, ¿verdad?
Tardé unos
cuantos segundo en percatarme de que había cogido mi escopeta de
donde yo la había dejado olvidada. Retrocedí asustado.
—¡Ve arriba,
corre! —grité a mi mujer.
Luz me hizo caso y
en unas décimas de segundo estaba corriendo escaleras arriba,
interponía su cuerpo entre el bebé y el arma.
Eloy me apuntaba
con cierta indiferencia.
—Me caéis bien,
sois buena gente. Por eso tengo que hacerlo. Porque ellos os
odian.
Se acercó a la
puerta de la calle.
—¿Qué quieres
de nosotros? ¿Qué vas a hacer? Tú no eres un oscuro…
—No, tienes
razón, no soy un oscuro. Pero… —no pudo evitar retirar la vista
y mirar al suelo, debí aprovechar ese momento para saltar sobre él,
no se me ocurrió hacerlo— pero… trabajo para ellos. Necesitan
nuestro apoyo, precisan de humanos que les ayuden durante el día. Y
yo he hecho un pacto con ellos. No me ha quedado otro remedio si
quería sobrevivir. —Una nueva pausa meditativa, como si necesitara
buscar fuerzas en lo más oscuro de su alma—. No es nada personal
—concluyó—, lo siento.
Comenzó a abrir
todos los cerrojos y, sin dejar de apuntarme, dio una descuidada
patada al refuerzo de la puerta, la madera cayó a un lado.
—No puedes abrir
—imploré, sabía lo que ocurriría si lo hacía, ambos lo
sabíamos. Dani había comenzado a llorar quedamente en el piso de
arriba.
Retiró el último
pestillo y vi con horror cómo abría la puerta muy despacio. Lo
siento, dijeron sus ojos.
Se dirigió a la
noche, llegué a ver algunas sombras moviéndose en el exterior. Los
gritos de los oscuros se recrudecieron.
—¡Entrad,
entrad, podéis traspasar el umbral! Yo os invito a pasar.
Y los aullidos de
triunfo me hicieron temblar. Dios, estábamos perdidos. Dejó de
apuntarme, ya no hacía falta. Los cuerpos se lanzaron hacia la casa,
habían sido invitados a entrar, la última barrera se había
desmoronado.
—Odian a los
niños —explicó. Y, en el paroxismo del terror, vi que portaba en
su mano izquierda la pequeña cruz de plata que Dani llevaba al
cuello desde que nació. Me la mostró y la hizo bailotear con
desgana, deduje que se la había arrebatado cuando había tomado al
niño en brazos. Comenzó a decir “Lo siento”, pero no pudo
acabar de pronunciar esas palabras vacías porque las bestias
entraron en la casa como posesos y casi le arrollaron en su
embestida.
Recuerdo muy poco
de lo que pasó a continuación. Lo veo en mi mente como cuando te
dejas la videocámara encendida sin darte cuenta: imágenes borrosas
y sin sentido, repletas de violencia y movimiento. Sé que pude
reaccionar a tiempo y evité que Eloy arrancara la cruz de la puerta.
Fui empujado y arrojado al suelo.
Intenté hacerles
frente pero no pude ni siquiera frenar su ímpetu. Vi cómo uno de
ellos se lanzaba escaleras arriba. Eloy se sentó en una esquina del
salón y se limitó a ver cómo yo me enfrentaba a los oscuros. Yo
grité que esa casa era mía que les prohibía la entrada, que tenían
que salir de allí en ese preciso instante, y creo que obtuve cierto
resultado, dejaron de entrar.
Me golpearon, pero
apenas se atrevían a acercarse, esgrimía la cruz de mi cuello para
evitar que pudieran darme alcance. Retrocedí hacia las escaleras.
3
—¿Por qué no
nos matas, Eloy? —le pregunté casi implorando. Yo seguía tumbado
en el suelo. Después de la violenta caída no podía ponerme en pie,
le veía en un extraño contrapicado, aparentaba ser inmenso. En
realidad lo era—. ¿Por qué no nos matas?
—No hace falta,
amigo –sacudió la cabeza con un gesto que ya me resultaba
familiar—. Ellos no os quieren muertos, les da igual que viváis o
muráis. Ellos buscan algo más, saben lo que quieren y cómo
conseguirlo, por eso no os han mordido —subió los hombros en un
gesto de despreocupación tan falto de sentimiento que dolió como un
golpe—, solo les interesaba, vuestro hijo. Y ya tienen lo que
querían —una larga pausa durante la que dio un par de pasos hacia
la puerta abierta de par en par—. Lo siento de veras… estoy muy
avergonzado.
Dijo sin volverse.
Salió tras los oscuros y se perdió en las sombras. La puerta quedó
abierta. Yo me arrastré por el suelo preso de dolor, la caída por
las escaleras, después de la pelea en el piso de arriba, me había
destrozado la cadera, ni siquiera podía incorporarme.
Los oscuros se
habían marchado, ya habían completado su misión. El silencio se
adueñó de la casa. Luz descendió muy despacio con Dani en brazos.
El cuerpo del
bebé yacía exangüe contra su pecho. Me miró asustada, no entendía
por qué no me levantaba y acudía a ella. Fueron unos momentos
extraños, casi surrealistas. Una mujer con un niño muerto y un
hombre arrastrándose por el suelo. Comencé a sentir el verdadero
dolor. Vi la mordedura en el cuello de mi hijo, las gotitas de sangre
seca que parecían resbalar con pereza.
—¿Por qué no
nos han matado a todos? —preguntó aturdida, dejando que la lógica
brotara entre su estado de shock. Dani era un muñeco desmadejado.
No supe qué
contestarle. Ahora ya lo sé. Malditos sean.
Y perdí el
conocimiento mientras mantenía la esperanza de no despertar nunca
más.
4
Lo siguiente que
recuerdo es la bruma. El dolor que me poseía. Fragmentos de
conversaciones dislocadas. Lágrimas. El llanto de un niño muerto.
El miedo. El temor a que la resistencia se enterara de nuestra
situación y tomara contra nosotros alguna drástica medida. El
llanto de un niño muerto.
Así pasaron tres
días. Seguía sin poder moverme, pero me encontraba en el sofá,
supongo que Luz logró subirme a él en alguna de mis largas pérdidas
de consciencia. Lo hizo con toda su buena intención, pero en
realidad los cojines solo lograban producirme más dolor. La pelvis
debía de estar destrozada. No me importaba, sabía que no podría
sobrevivir demasiado tiempo. Luz se había hecho cargo de todo
durante esas horas, pero el tiempo jugaba en contra nuestra y la
situación se hacía más desesperada por momentos.
Las horas se
eternizaban con el niño llorando en la oscuridad de su habitación.
Sabíamos en qué se había convertido. Ambos habíamos visto cómo
un oscuro lo arrojaba displicentemente al suelo después de morderle,
como quien se deshace de una cáscara vacía. No lo habíamos podido
evitar.
Y no sabíamos qué
hacer, nos mirábamos con el dolor en nuestras pupilas y posponíamos
una y otra vez la decisión inevitable. Aunque en el fondo de
nuestros corazones sí sabíamos. Era nuestro hijo, sí, pero en
realidad ya no lo era.
—Tendrás que
hacerlo —le dije el segundo día—. Luz, cariño, vida mía,
tendrás que hacerlo. Yo no puedo moverme. Tienes que hacerlo tú. Es
lo mejor para todos.
Ella negaba con la
cabeza mientras ocultaba el rostro entre sus manos.
—Es muy fácil
—continué—, solo deja la cuna junto a la ventana y abre las
cortinas.
Me respondió con
un sollozo y salió con paso rápido hacia la cocina.
“Es muy fácil”,
no, no había usado las palabras adecuadas. No resultaba nada fácil.
Dani era nuestro hijo. Por Dios…
Luz tardó varias
horas en regresar junto a mí, al hacerlo me trajo algo de beber y un
poco de comida. Se sentó en silencio a mi lado.
Esa noche fue
terrible. El bebé tenía hambre, llevaba tres días convertido. Luz,
de vez en cuando, subía a verle. La imaginaba acercándose a la cuna
y mirando a nuestro hijo con temor y pena, con el aturdimiento propio
de las víctimas de un accidente de tráfico. Sin atreverse a
tocarle, sin poder tomarlo en brazos. Sintiéndolo tan lejos, más
allá de la vida. Pero ¿hasta donde llega el amor de una madre? Y de
nuevo Luz volvía a mí y tomaba mi mano y lloraba una vez más. Y
preguntaba con el tono de la beata que reza el rosario sin entender
las oraciones “¿qué vamos a hacer?, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué
vamos a hacer?”. Y yo me refugiaba en mi dolor y en mi inmovilidad.
Esa mañana, Luz
había subido al cuarto de Dani. Conozco sus expresiones, mostraba
una determinación asustadiza. No habíamos podido pegar ojo, el bebé
no había dejado de llorar. Apenas escuché sus palabras. Fueron un
susurro.
—Voy a hacerlo
—recriminó, aunque sonó como un insulto contenido. Y subió con
pesarosa seguridad. Vi cómo con cada peldaño perdía fuerzas, al
igual que una peonza a punto de cesar de girar.
El niño dejó de
llorar en cuanto ella entró en la habitación. Había reconocido a
su madre. Y el silencio fue más aterrador que ninguna otra cosa. Luz
se acercó a él. Carne de su carne, fruto de su vientre. Movió
hacia la ventana la capaceta en la que descansaba, la luz del
amanecer se anunciaba tras el humeante horizonte. Todo indicaba que
sería un día gris y plomizo. El niño tendió las manitas hacia su
madre. Pedía que le tomara en brazos, o quizás reclamaba comida.
Luz retiro la vista. La cortina estaba abierta.
El miedo es el
silencio.
El tiempo es
cruel, araña nuestras almas y merma nuestras decisiones. Luz tenía
que haberle dejado allí en ese momento, haber regresado abajo
conmigo y dejar que el día siguiera su curso.
El primer rayo de
sol mortecino se anunció tras el cristal, avanzó renuente por los
campos y los restos de la ciudad.
Y Luz cometió el
error de mirar de nuevo a nuestro hijo.
Y no pudo dejarlo
allí expuesto. Sencillamente no pudo, sabía que era lo mejor para
todos, incluso para él. Pero no pudo.
Cerró las
cortinas de un manotazo y corrió hasta la planta baja donde yo temía
al silencio.
5
Ahora no sé qué
podemos hacer. Estoy tumbado en el sofá, incapaz de moverme, muerto
de dolor. Con Luz sentada en el suelo a mi lado. Necesito,
necesitamos, una ayuda que nadie puede prestarnos. Y Dani requiere
una solución. Sabemos cuál es, sin embargo, no somos capaces de
matarlo. En un momento dado, Luz me confiesa con voz queda:
—He pensado en
alimentarle —a veces creo que puede leer mis pensamientos al igual
que yo leo en su rostro.
Agito la cabeza,
no me ve, su mirada está fija en mi mano presa entre las suyas. Es
un contacto mortecino, el último rastro de humanidad.
—No, no podemos
hacerlo —me esfuerzo en hablar, uno nunca se acostumbra al dolor.
Ella necesitaba oírmelo decir.
—Solo un poquito
—implora—, lo suficiente para que deje de llorar. No podemos
dejarle morir de hambre.
Vuelvo a negar con
la cabeza. Siento deseos de reprocharle su error, de decirle que poco
antes ha estropeado una buena ocasión, que tenía que haber dejado
que el sol le calcinara, pero me trago mis palabras y mi ira, sé que
para ella ha resultado horrible, sé que salvarle ha sido más duro
que verle morir porque conlleva más dolor durante más tiempo. Y
aprieto débilmente su mano.
—No podemos,
Luz. Tenemos que matarlo. ¿Lo entiendes?
—Sí —se
rebela sin fuerzas—, sí, lo sé, lo sé. Pero, pero… yo no soy
capaz. Hazlo tú.
—Solo tienes que
abrir la cortina y dejar que entre el sol. Yo no puedo subir —digo
con tono cansado. No quiero hacerlo, por Dios, no quiero hacerlo.
Además estoy gravemente herido. Tendría que hacerlo ella, lo tiene
muy fácil. Yo no quiero hacerlo. Solo tiene que abrir la cortina,
joder, solo abrir la cortina.
—No, no puedo
hacer eso, no puedo dejar que se abrase, que las llamas le consuman
despacio. Ya has visto lo que les ocurre cuando les da el sol, tardan
horas en morir. No puedo permitir que Dani muera así. Si tuvieras
que sacrificar a tu perro no te dedicarías a prenderle fuego con un
mechero hasta que falleciera...
—Y mientras no
coma seguirá sintiendo un hambre insoportable... Unas ansias de
sangre desmesuradas... Tampoco dejarías que tu perro muriera de
inanición ¿no?
¿Qué mundo era
ese en el que comparábamos a nuestro bebé con un perro, en el que
unos padres debaten la mejor manera de acabar con su hijo?
—Hazlo tú
—concluye—. Mátalo, mátalo tú. —Y me mira al rostro, como si
me retara—. Si no, le alimentaré. Pero hazlo ya, acaba con esta
tortura de una vez por todas.
6
Dani sigue
aullando. Solo se calla cuando su madre llega a su lado y toma la
capaceta. Siempre le ha gustado el movimiento. Incluso parece
proferir uno de esos sonidos que emitía cuando estaba vivo y sonreía
feliz. Luz ha puesto la casa en penumbra. Le gustaría tomar al bebé
en brazos, pero no se decide a hacerlo, sabe que incluso el perro más
querido puede sufrir la rabia. Desciende junto a mí y deja el capazo
en el suelo a mi lado. Llego a ver cómo se agitan las ropas del
interior. Ahora Dani no llora. Siempre ha sido un buen niño.
Sin embargo, Luz
sí que sigue llorando, creo que no dejado de hacerlo en ningún
momento.
—Por favor, que
no sufra.
Su rostro es el de
una vieja, los ojos hinchados y con bolsas, labios agrietados, cara
dolorida y mustia; ha envejecido años en los últimos días, sin
embargo sigo queriéndola igual o quizás más.
Me obligo a
inclinarme un poco sobre el costado para tener mejor acceso al niño.
Me pregunto cómo
voy a hacerlo. Apenas puedo moverme.
Luz se acerca como
una sombra, sin hacer ruido, como si ya estuviera muerta, y me tiende
un lapicero.
No entiendo.
—Creo que será
suficiente —dice—, Dani es tan pequeño.
Y me horrorizo.
Tomo el lapicero
con dedos temblorosos, sé que no tiemblan por el dolor que me
sacude, sino de puro pavor.
—Yo no he podido
matarlo antes. Perdóname —dice volviendo a su triste cantinela.
Agita la cabeza como queriendo dar por terminado ese triste
capítulo—. Por favor, que no sufra, que no sufra, ¿vale?
Me aprieta la mano
sin fuerza, en un triste amago de afecto. Me besa en la frente a
cámara lenta. Se acerca a Dani y le mira. Estoy seguro de que va a
decir algunas estremecedoras palabras de despedida. Pero no es así,
solo acaricia el borde del capazo con un dedo huidizo, como si el
algodón de la sabanita pudiera sustituir a la piel de su hijo.
—Adiós —musita
despacio. No sé si lo dice al niño o a mí. Sale de la estancia.
Miro el lapicero.
Tendré que incorporarme todavía más para poder hacerlo. Dani no
llora. Solo tiende sus bracitos hacia arriba, buscando que alguien le
acoja.
Logro ponerme en
la posición adecuada y le veo del todo por primera vez. Ha cambiado,
por Dios, cómo ha cambiado, pero reconozco a mi hijo debajo de esa
piel renegrida surcada de venas.
Es Dani. Es
nuestro hijo.
Apoyo el lapicero
sobre su pecho, donde calculo que estará su diminuto corazón.
Intenta cogerlo con sus garritas para juguetear.
El silencio es
completo. Dolor.
7
—Habéis hecho
muy bien. Sí señor. Era la decisión correcta. Eh, y a ti parece
que ya no te importa la cadera rota ¿no? —me dice Eloy mientras
amaga un puñetazo hacia mi pelvis. No llega a golpearme. Desvía su
mano con un gesto acelerado y señala la diminuta herida de mi
cuello. Me dispara figuradamente con su índice y emite un alegre
chasquido mientras me guiña un ojo. Sonríe—. Os habéis quitado
las cruces ¿no? —agita una mano como un vendedor de baratijas
enseñando su muestrario—. Estupendo. Os estábamos esperando. Muy
bien, muy bien. Sed bienvenidos. Entrad libremente y por vuestra
propia voluntad.
Ríe a carcajadas
y se retira un poco para franquearnos el paso. Tiene su gracia, sí.
Luz lleva a Dani
en brazos. El niño también sonríe, agita nervioso brazos y
piernas.
Es noche cerrada.
Les oigo aullar cuando nos ven entrar en su cubil.
Han conseguido lo
que querían: nuestra derrota más absoluta, la más completa
entrega.
Dani es el primero
que se suma a su canto con su grito de bebé oscuro. Yo también lo
hago. Y Luz.
Y me siento feliz.
El amor vive más
allá de la muerte.
FIN
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